sábado, 28 de octubre de 2006

Diandra

Llevaban más de seis días buscándolo por la orilla del río... sus padres ya se habían puesto en lo peor, sobre todo cuando encontraron las ropas dispersas cerca de la presa, el jefe de policía comenzó a prepararles. En el pueblo comenzaban a correr los rumores, antiguas leyendas renacían de nuevo... la dama del río que atrapaba a los incautos que osaban perturbar su tranquilidad; leyendas al fin y al cabo.
¿Dama del río?, el padre se preguntaba si sería posible que el sueño que se le repetía cada noche fuese algo más:
Se veía a sí mismo, con unos dieciséis años, veraneando allí, la pandilla de amigos bromeando en el río, los juegos en la orilla...cuando cayó al agua todo se volvió negro, se veía en el fondo del río intentando subir y no recordaba nada más.
El noveno día en el que Martín, su pequeño, se hallaba perdido su sueño cambió, todo igual al principio pero, al caer al agua esta vez, la vio. Era hermosa, con una desnudez blanca y pura, parecía estar hecha de agua, sus ojos azules le miraban con curiosidad
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
-Martín -respondió él.
-Dame la mano.
Él lo hizo y subieron a la superficie.
-¿Estoy muerto?
La risa de ella sonó clara, como agua corriendo.
-No, por poco-. Y diciendo esto, clavó sus ojos en su pecho. -Es hermoso ese colgante.
-Era de mi madre -dijo él con expresión triste-. Murió hace dos años
-Ella lo miraba con curiosidad.
-No sé mucho de sentimientos humanos.
Mientras, tocaba el colgante en forma de estrella que él llevaba al cuello.
-Es tan hermoso...
Martín lo desabrochó y se lo dio.
-Tómalo como un regalo.
-Es extraño, es cálido.
Martín sonrió.
-Mi madre debe estar muy agradecida, tal vez acabes sabiendo algo de sentimientos humanos.
Ella respondió, un poco tímida.
-No creo, no soy humana, y ya que me has regalado algo tan valioso para ti, pídeme lo que quieras. Solo hay una cosa que no puedo hacer: devolver la vida
A Martín no se le ocurría que pedir, ¿ella habría leído sus pensamientos?. Por supuesto que, lo que más deseaba, era volver a ver a su madre y, tanto pensó, que amanecía... y ella debía irse.
-Cuando sepas lo que deseas...llámame por mi nombre y tendrás tu deseo.
-¿Cuál es tu nombre?
-Diandra.
Lo último que vio fue su sonrisa diluyéndose en el agua del río. Él creció y la olvidó. La convirtió en un sueño, pero lo que no pudo olvidar fue la bronca de su padre por perder el colgante de mamá en el río, una auténtica pena.
Salió corriendo de casa y casi arrastrando a su esposa. Todavía quedaban algunos policías por allí recogiendo cosas, los miraban como no queriendo verlos. Hasta su padre estaba allí, el abuelo, participando en la búsqueda.
Martín se metió en el río y comenzó a gritar una y otra vez
-¡Diandra!, ¡Diandra!...
Pero no le salían las palabras que quería decirle. La policía lo sacó de allí ante el temor de que se ahogara, era tal su desesperación.... y entonces lo vieron, sentado en la orilla, el pequeño Martín, desnudo y sonriente, comiendo una manzana.
-¡Papá, papá, estoy aquí!
Martín creyó oír una risa cristalina, incluso le pareció ver aquellos ojos azules mientras corría a abrazar a su hijo. Por increíble que parezca, el primero que llegó hasta él fue el abuelo. Tan contentos estaban que ninguno reparó en la luz que el niño llevaba colgada al cuello.
-La señora me ha dado esta estrella para ti, papá.
El padre y el abuelo se miraron unos segundos que parecieron eternos.
-Vaya -pensó Martín-. Al fin ella ha aprendido algo sobre sentimientos humanos. Ha sabido lo que yo más deseaba.
Él también aprendió algo sobre las hadas, escuchan nuestros pensamientos más profundos y siempre, siempre, cumplen sus promesas.


Ayesha

domingo, 22 de octubre de 2006

Mi querido fantasma.

viernes, 13 de octubre de 2006

Camino

Al andar de hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino,
sino estelas en la mar.

Antonio Machado

jueves, 12 de octubre de 2006

Sonrie fantasmita.

martes, 3 de octubre de 2006

Verguenza

Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa
como la hierba a que bajó el rocío,
y desconocerán mi faz gloriosa
las altas cañas cuando baje al río.

Tengo vergüenza de mi boca triste
de mi voz rota y mis rodillas rudas;
ahora que me miraste y que viniste,
me encontré pobre y me palpé desnuda.

Ninguna piedra en el camino hallaste
más desnuda de luz la alborada
que esta mujer a la que levantaste,
porque oíste su canto, la mirada.

Yo callaré para que no conozcan
mi dicha los que pasan por el llano,
en el fulgor que da a mi frente tosca
y en la tremolación que hay en mi mano...

Es noche y baja a la hierba el rocío;
mírame largo y habla con ternura,
¡que ya mañana al descender al río
la que besaste llevará hermosura!





Gabriela Mistral